Los estadios existen para jugar a la magia. El mundo, para vivirla
Juan Villoro.
Nunca he estado (y probablemente nunca estaré) en Barcelona pero estoy enamorado de esa ciudad. Lo estoy desde que un día alguien tocó en mi auto un cassette en el que venía una pequeña canción llamada Mediterráneo, de un Catalán de apellido Serrat. Lo estoy desde aquella tarde en la que mis ojos se maravillaron por lo que pasaba en la inauguración de los Juegos Olímpicos del 92. Lo estoy desde que Freddie Mercury y Monserrat Caballé hicieron una de las más grandes odas que se la han compuesto y cantado a una ciudad. Lo estoy desde que en 1988 el FC Barcelona venció a la Sampdoria para ganar la Recopa Europea, con un tal Johan Cruyff al mando. Un día descubrí la música de Loquillo, la de Love of Lesbian y ese amor se hizo más grande. Pero lo que realmente definió mi pasión por Barcelona fue ese grupo de virtuosos que en los últimos años hicieron que el fútbol se convirtiera en una partitura musical mágica, que convirtieron al Camp Nou en un lugar en el que la belleza era posible, en el que la magia era real. Virtuosos dirigidos por un tipo que entendió que para hacer magia solo se necesita convencer a quienes manejan el balón de que tienen la capacidad de orquestarla, de interpretarla, de vivirla: Josep Guardiola.
El estadio fue el escenario perfecto para que Guardiola y sus músicos desplegaran su arte. Uno podía mirar los partidos y embelesarse no solamente con lo que se veía en la cancha, sino con lo que pasaba en las tribunas. Nunca antes la catarsis entre un equipo y su afición había sido tan profunda. Más allá del tradicional orgullo que la mayoría de los catalanes sienten por su equipo, los muchachos de Guardiola transformaron eso en una auténtica historia de amor que terminó por contagiar al mundo entero. Los Messi, Xavi, Césc, Iniesta, Puyol y Piqué, pintaban versos en la cancha que posteriormente eran interpretados por un público que caía rendido con cada una de las estrofas que se jugaban. Aquello era un concierto de pases realizados bajo la batuta de ese tipo flaco y perfectamente vestido que vivía los partidos con gran intensidad, que tomaba cada cinco minutos un trago de agua para reanimarse y así volver al imaginario atril de su zona técnica para continuar trazando las notas de su sinfonía. Pocas veces esa sinfonía terminaba con un lamento, pues por lo general al término de los partidos se escuchaba un Allegro Majestuoso y una ovación que parecía que nunca iba a tener fin.
Toda sinfonía tiene un último movimiento. La del Barça de Guardiola llegó cuando el pentagrama aún parecía tener espacio para más notas, para seguir escribiendo sobre ella auténticos poemas líricos. Pero todos los artistas necesitan un receso, tomarse un tiempo para recargar su creatividad. Hoy Guardiola ha colgado la batuta. Es probable que regrese pronto, quizá al FC Barcelona, quizá a otro equipo o selección nacional. Lo hecho durante cuatro años constituye una auténtica obra maestra, única, inigualable y que será recordada como se recuerdan a las sinfonías de los inmortales de la música.
Nunca he estado en Barcelona, como dije es muy probable que nunca esté. Pero si algún día por esos accidentes que tiene la vida llego a la Ciudad Condal, se que mi amor por ella crecerá, pues caminaré hacía el Camp Nou, me pararé en alguna de sus puertas y entraré hasta sus tribunas. Y ahí antes que comience el partido recordaré con orgullo, con respeto, con amor por el deporte, a aquel Barcelona que dibujaba sinfonías en el campo de juego bajo la batuta de un hombre apasionado llamado Josep Guardiola.
Así las cosas hoy viernes...
Salud Pues......
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