Viajar 15 horas en un autobús es cosa de nada a los 19 años. 18 años después la cosa cambia.
Desde mis años universitarios en aquellos días en los que regresaba del D.F. a Mérida, no me subía a un camión de pasajeros por más de 4 horas. Ahora estoy en uno, tengo las rodillas destrozadas y mi nulo trasero ha terminado por desaparecer.
Nunca he podido dormir en vehículos en movimiento, llámase aviones, autobuses o automóviles. Esta vez no es la excepción. El vaivén del transporte, un par de lamentables películas y un libro me mantienen despierto. Así miro pasar al Sureste del País por delante de mis ojos. Y mientras lo hago, los lugares y los olores de otros tiempos aparecen, por un momento soy ese melancólico universitario que deja al hogar para regresar a una urbe que le espera con ansia. Vuelvo a ese que era el último punto que representaba para mi al sureste: la terminal de Escárcega en Campeche. Lugar espantoso en el que los olores de los viajeros se mezclaban con los de la mala comida. Aún así recuerdo a un viejo carro de perros calientes que significaba ya sea el primero o el último sabor familiar dependiendo si se llegaba o se abandonaba a la Península Yucateca.
Pero todo eso forma parte del pasado, y si bien la terminal de Escárcega sigue siendo un lugar poco agradable, hoy me sorprendo al encontrarla mucho más moderna, limpia y sin aquel viejo carro de hot dogs que uno encontraba en su esquina. Aún así sigue teniendo esa sensación tan particular que significa toda última frontera.
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Pero la aventura apenas inicia. Las 15 horas en un autobús son el preámbulo de unos días de "vacaciones" en el estado de Chiapas. También significa el regreso a un lugar de otros tiempos, un lugar en el que otro yo se paró por primera vez hace más de 17 años. Chiapas se presenta ante mí como ese otro México, un lugar diferente en el que algunas cosas parecen estar suspendidas en el tiempo.
El sol nos sorprende en la carretera dando paso a las montañas del sureste mexicano. Y si, me doy el gusto de utilizar la mítica frase: "desde algún lugar de las montañas del sureste mexicano". La carretera que une a Palenque con San Cristóbal de las Casas - destino final de este trayecto del viaje - está como yo la recordaba: hecha un desastre. El autobús se va haciendo paso entre los destrozos dejados por la lluvia y las prolongadas y peligrosas curvas que conforman el ascenso del camino hacía los 2,200 metros sobre el nivel del mar en los que reposa la ciudad de los coletos. Después de varias horas sin dormir el Ipod y su música se convierten en los mejores aliados para soportar el recorrido. Mi cabeza da vueltas entre acordes musicales al mismo tiempo que observo con cierto asombro la pericia de nuestro chofer para maniobrar en el sinuoso camino. Algo llama mi atención y es un espectáculo al que alguien de la planicie no está acostumbrado: el sol que sale entre la bruma que rodea a las montañas. Apunten el primer momento de asombro que Chiapas me regala.
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El camino finalmente encuentra un final. De entre las montañas surge la ciudad de San Cristóbal de Las Casas y un hálito de esperanza surge entre el sueño y las piernas abatidas. Lo conforman la posibilidad de un buen desayuno y un baño de agua caliente. Las dos cosas llegarán eventualmente y mientras recupero fuerzas siento que varios años se me quitan de encima pues vuelvo a tener la emoción de un adolescente que llega por vez primera a un lugar extraño y diferente. San Cristóbal no decepciona: sigue siendo un lugar especial, mágico, con sus casas y construcciones coloniales; con sus mercados y bazares; con las mujeres y niños que se acercan cada cinco minutos a venderte cualquier artesanía por 10 pesos, con sus montañas rodeadas de nubes grises que anuncian a una selvática tormenta.
Pero al hacer la primera caminata por San Cristóbal me doy cuenta que algo ha cambiado: uno ya puede encontrarse en esta ciudad colonial establecimientos con los que uno jamás se hubiese encontrado en el pasado: franquicias. El capitalismo ha llegado con fuerza a la tierra del EZLN, y son un símbolo de la lucha frontal que día a día se vive entre las comunidades indígenas y el salvaje capital que trata de engullirlas, tengo la impresión de que nunca lograrán tener una sana convivencia.
Pero ni todas las franquicias del planeta pueden arrebatarle a esta ciudad su particular encanto. La primera caminata por sus empedradas calles céntricas produce un efecto interesante: esa sensación que pocas veces se tiene en nuestra moderna y complicada vida de que el tiempo pasa con parsimonia y lentitud. Y es que las horas parecen no tener prisa aquí en San Cristóbal de Las Casas. Por primera vez en mucho tiempo me siento relajado, disfrutando del momento, alejado del stress laboral, firmando una tregua con la vida.
Vienen un par de días interesantes. Días de contacto con la naturaleza, de recorridos hasta lo más profundo del sureste mexicano, días de experimentar la fantástica sensación de viajar, de hacerlo con seres muy queridos; días de fraternidad; días que conformarán a las "Crónicas Chiapanecas" las cuales comienzan a ser escritas con una sonrisa llena de franca paz.
Así las cosas hoy....algún día...
Salud pues......
1 comentario:
salud pues!!!!!! que como llegue aquí, pues del blog de marichuy y me llamo el título de tu post...que porque, pues porque soy de Chiapas, ji! y me dije siempre es interesante leer como la gente de fuera nos percibe, como este lugar tan lleno de colores cobija a los turista y es un enorme placer leer una frase que hasta yo que vivo aquí en el sureste mexicano a 45 minutos de San Cristóbal también tu lo pienses...esa ciudad (San Cristóbal de las Casas) "tiene un particular encanto"...saludos y bienvenido...
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