miércoles, octubre 12, 2011

De aquella función de las 7...



Seven Readers!!...            

Los ochenta.
            Todo aquel que creció durante la década de los ochenta quizá este consciente de algo: lleva marcas mediáticas que jamás desaparecerán. Fueron los años del génesis de muchas de las cosas que hoy están en boga: las consolas de juegos de vídeo, los juguetes electrónicos portátiles, muchas series de televisión, mucha música y por supuesto mucho cine.
            Hollywood produjo demasiado cine para los adolescentes de todo el planeta que consumíamos prácticamente cualquier cosa que nos enviaban. Hubo, como en toda época, cosas memorables y otras que han quedado refundidas en el olvido. Pero no tengo duda que aquellas tardes de cine ochentero fueron completamente irrepetibles.
            La ciudad de Mérida en los ochenta no tenia más de 4 o 5 salas de cine, la mayoría ubicadas en el centro de la ciudad. Hablemos del Cine Colón y su función de las siete de la noche. La sala de El Colón estaba ubicada en la avenida Reforma, muy cerca de uno de los puntos comerciales y turísticos más importantes de la capital yucateca: el paseo de Montejo. No era una sala particularmente hermosa: constaba de una gran nave, sillas más o menos cómodas  (a mí siempre me parecieron una copia de las sillas que tenían los cazas de la primera versión televisiva de Gallactica Battlestar) un sistema de sonido relativamente bueno y una pantalla lo suficientemente nítida para ver la proyección. Nada espectacular. Sin embargo, en los ochenta, conseguir un boleto para estar en la función de las siete de la noche del Cine Colón, representaba toda una odisea pues por alguna razón, cualquier adolescente que se preciaba de intentar ser alguien en el pequeño universo de la adolescencia meridana, tenía que estar ahí.
            La aventura comenzaba como a eso de las dos de la tarde. En el mundo sin celulares, todo tenía que resolverse vía el teléfono casero. Había que averiguar quien era el afortunado que sería premiado con las llaves del carro paterno y así emprender la aventura sabatina. Una vez que el personaje había sido detectado, el siguiente paso era saber si podía ir por los boletos de la función de las siete, lo que normalmente implicaba tener los 25 pesos que constituían el total de las entradas al viejo Colón. Se destinaba a quien se encargara de la compra de los boletos y comenzaba literalmente la función.
            Los encargados de ir por los boletos tenían que estar en la taquilla entre 2:30 y 3:00 pm. A esa hora era probable que ya se tuviese una fila de personas que llevaban la misma encomienda. El llegar con unos cuantos minutos de retraso, podía significar un final abrupto de la aventura sabatina. Por lo tanto la puntualidad era importante. Una vez que las entradas se obtenían, los emisarios del grupo regresaban a casa, se bañaban y pasaban por los demás miembros de la expedición. Y ahí estaba uno, parado bajo el naranja sol meridano una hora antes de que se accediera a la función, con dos objetivos: ver y ser visto.
               Finalmente las puertas del recinto eran abiertas. Lo que sucedía entonces solamente puede ser descrito con una palabra: caos. No importaba nada, solamente llegar a ocupar un lugar de privilegio. Todos corrían la búsqueda de aquellos asientos que se encontraban al centro de la sala, pues desde ahí se podía controlar perfectamente el panorama: mirar donde se habían sentado las chicas o tener acceso a los más cotizados galanes, dependiendo por supuesto de los gustos personales de los comensales. Lo que no corrían para ocupar las plazas centrales, se limitaban a sentarse en las dos filas laterales del Colón y quienes de plano entraban de último al recinto tenían que ocupar algún rechinantemente limpio lugar del piso del cine.


            


Y la función comenzaba. Era entonces cuando algunos caíamos en cuenta de que habíamos pagado por ver una película. A veces, ésta lograba engancharnos y entonces le prestábamos toda la atención del mundo.  Pero en otras ocasiones la película no daba para más y el cine se convertía en una auténtica romería. Charlas interminables, risas, enamoramientos y desencuentros. Condones que eran inflados y con los que se jugaban interminables partidas de volley ball. Guerras de palomitas cuyas víctimas favoritas eran aquellos que se sentaban en el suelo e incluso uno que otro conato pleito de origen callejero entre rivales de amores.
            Y todo pasaba en la función de las siete.
Si se tenía cierta cinefilia  en esos años, lo mejor era cambiar dicha función y entrar a las 4 o a las 9 de la noche. Pero si realmente uno quería utilizar al cine como pretexto de socialización, entonces el Colón, los sábados y a las siete de la noche, era el lugar correcto y preciso para estar. Billy Wilder dijo alguna vez: “Si el cine consigue que un individuo olvide por dos segundos que ha aparcado mal el coche, no ha pagado la factura del gas o ha tenido una discusión con su jefe, entonces el Cine ha alcanzado su objetivo”. Y todos nos sumergíamos en el olvido colectivo. Utilizábamos como pretexto al cine para olvidarnos de los conflictos de la adolescencia, del sufrimiento que puede traer consigo el despertar al mundo de los adultos. Pero sobre todo compartíamos, quizá sin tener gran conciencia de ello, una misma sensación: la de estar vivos y con un mundo de posibilidades que esperaban ser escritas en nuestras propias pantallas.

Así las cosas hoy miércoles...

Salud pues......

2 comentarios:

Danielov dijo...

Creo que la última película que me causó esa sensación fue "Jurassic Park". Fuera de eso, puras habas. :(

Saludos.

-antonio dijo...

Bonita crónica, gracias por compartirla.

saludos