Seven Readers!!...
Los ochenta.
Todo aquel que creció durante la
década de los ochenta quizá este consciente de algo: lleva marcas mediáticas
que jamás desaparecerán. Fueron los años del génesis de muchas de las cosas que
hoy están en boga: las consolas de juegos de vídeo, los juguetes electrónicos
portátiles, muchas series de televisión, mucha música y por supuesto mucho
cine.
Hollywood produjo demasiado cine
para los adolescentes de todo el planeta que consumíamos prácticamente
cualquier cosa que nos enviaban. Hubo, como en toda época, cosas memorables y
otras que han quedado refundidas en el olvido. Pero no tengo duda que aquellas
tardes de cine ochentero fueron completamente irrepetibles.
La ciudad de Mérida en los ochenta
no tenia más de 4 o 5 salas de cine, la mayoría ubicadas en el centro de la
ciudad. Hablemos del Cine Colón y su función de las siete de la noche. La sala de El Colón estaba
ubicada en la avenida Reforma, muy cerca de uno de los puntos comerciales y
turísticos más importantes de la capital yucateca: el paseo de Montejo. No era
una sala particularmente hermosa: constaba de una gran nave, sillas más o menos
cómodas (a mí siempre me parecieron una
copia de las sillas que tenían los cazas de la primera versión televisiva de
Gallactica Battlestar) un sistema de sonido relativamente bueno y una pantalla lo
suficientemente nítida para ver la proyección. Nada espectacular. Sin embargo,
en los ochenta, conseguir un boleto para estar en la función de las siete de la
noche del Cine Colón, representaba toda una odisea pues por alguna razón,
cualquier adolescente que se preciaba de intentar ser alguien en el pequeño
universo de la adolescencia meridana, tenía que estar ahí.
La aventura comenzaba como a eso de
las dos de la tarde. En el mundo sin celulares, todo tenía que resolverse vía
el teléfono casero. Había que averiguar quien era el afortunado que sería
premiado con las llaves del carro paterno y así emprender la aventura sabatina.
Una vez que el personaje había sido detectado, el siguiente paso era saber si
podía ir por los boletos de la función de las siete, lo que normalmente
implicaba tener los 25 pesos que constituían el total de las entradas al viejo
Colón. Se destinaba a quien se encargara de la compra de los boletos y comenzaba literalmente la función.
Los encargados de ir por los boletos
tenían que estar en la taquilla entre 2:30 y 3:00 pm. A esa hora era probable
que ya se tuviese una fila de personas que llevaban la misma encomienda. El llegar con unos
cuantos minutos de retraso, podía significar un final abrupto de la aventura
sabatina. Por lo tanto la puntualidad era importante. Una vez que las entradas se
obtenían, los emisarios del grupo regresaban a casa, se bañaban y pasaban por
los demás miembros de la expedición. Y ahí estaba uno, parado bajo el naranja
sol meridano una hora antes de que se accediera a la función, con dos
objetivos: ver y ser visto.
Finalmente las puertas del recinto
eran abiertas. Lo que sucedía entonces solamente puede ser descrito con una
palabra: caos. No importaba nada, solamente llegar a ocupar un lugar de
privilegio. Todos corrían la búsqueda de aquellos asientos que se encontraban
al centro de la sala, pues desde ahí se podía controlar perfectamente el
panorama: mirar donde se habían sentado las chicas o tener acceso a los más
cotizados galanes, dependiendo por supuesto de los gustos personales de los
comensales. Lo que no corrían para ocupar las plazas centrales, se limitaban a
sentarse en las dos filas laterales del Colón y quienes de plano entraban de
último al recinto tenían que ocupar algún rechinantemente limpio lugar del piso
del cine.
Y la función comenzaba. Era
entonces cuando algunos caíamos en cuenta de que habíamos pagado por ver una
película. A veces, ésta lograba engancharnos y entonces le prestábamos toda la
atención del mundo. Pero en otras
ocasiones la película no daba para más y el cine se convertía en una auténtica
romería. Charlas interminables, risas, enamoramientos y desencuentros. Condones
que eran inflados y con los que se jugaban interminables partidas de volley
ball. Guerras de palomitas cuyas víctimas favoritas eran aquellos que se
sentaban en el suelo e incluso uno que otro conato pleito de origen callejero
entre rivales de amores.
Y todo pasaba en la función de las
siete.
Si se tenía cierta cinefilia en
esos años, lo mejor era cambiar dicha función y entrar a las 4 o a las 9 de la
noche. Pero si realmente uno quería utilizar al cine como pretexto de
socialización, entonces el Colón, los sábados y a las siete de la noche, era el
lugar correcto y preciso para estar. Billy Wilder dijo alguna vez: “Si el cine consigue que un
individuo olvide por dos segundos que ha aparcado mal el coche, no ha pagado la
factura del gas o ha tenido una discusión con su jefe, entonces el Cine ha
alcanzado su objetivo”. Y todos nos sumergíamos en el olvido colectivo.
Utilizábamos como pretexto al cine para olvidarnos de los conflictos de la
adolescencia, del sufrimiento que puede traer consigo el despertar al mundo de
los adultos. Pero sobre todo compartíamos, quizá sin tener gran conciencia de
ello, una misma sensación: la de estar vivos y con un mundo de posibilidades
que esperaban ser escritas en nuestras propias pantallas.
Así las cosas hoy miércoles...
Salud pues......
2 comentarios:
Creo que la última película que me causó esa sensación fue "Jurassic Park". Fuera de eso, puras habas. :(
Saludos.
Bonita crónica, gracias por compartirla.
saludos
Publicar un comentario